Una riña vial terminó en tragedia en Pachuca. Un hombre murió apuñalado y otro permanece bajo custodia hospitalaria. El escenario no pudo ser más simbólico: debajo del Puente Atirantado, ese monumento a la modernidad inconclusa, se consumó una escena que sintetiza el hartazgo, la violencia y el colapso del sistema de transporte urbano en Hidalgo.
Pero no es solo un hecho aislado. Es un punto de quiebre. Es la chispa que incendia un debate que lleva años postergado: ¿quién manda en el transporte público de Hidalgo? ¿Por qué se protege un modelo obsoleto, inseguro y cada vez más violento?
Lo que para algunos fue un incidente vial con consecuencias fatales, para otros fue la confirmación de una verdad incómoda: el transporte público en la zona metropolitana de Hidalgo no solo es caótico, sino que también está permeado por la violencia y, en algunos casos, por el crimen.
No es un secreto. En colonias enteras, los vecinos saben que algunos taxis se utilizan como vehículos para actividades delictivas: halconeo, transporte de droga, robos. Se sabe, se dice en voz baja, se teme. Y, sin embargo, nadie en el poder parece dispuesto a actuar.
Porque tocar el transporte público es tocar intereses políticos y económicos profundos. Hay liderazgos dentro de los sindicatos, concesionarios con décadas de impunidad, operadores que no responden ni al usuario ni a la ley, sino al poder político que les protege a cambio de favores electorales.
Y mientras eso ocurre, la ciudadanía queda atrapada entre la ineficiencia y el miedo.
La discusión sobre plataformas digitales como Uber ha sido una constante en los últimos años. Pero en Hidalgo no se ha legislado, no se ha regulado, no se ha abierto el debate con transparencia. Solo se han multiplicado los bloqueos, los vetos, los operativos contra conductores, como si el problema fuera el avance tecnológico y no la falta de visión institucional.
¿Por qué un gobierno que se dice progresista le teme tanto a una aplicación? Tal vez porque regular significaría perder el control sobre un sistema que por décadas ha funcionado como estructura de poder. Tal vez porque permitir la competencia desmantelaría el clientelismo que sostiene pactos políticos no escritos.
Lo que es evidente es que la omisión también es una decisión política.
El caso del Puente Atirantado es emblemático no solo por la violencia que lo rodea, sino por lo que representa: una ciudad que intenta modernizarse sin atender lo esencial. Se levantan monumentos, pero se ignoran los servicios públicos. Se habla de movilidad sustentable, pero se protege un modelo de transporte que hace décadas debió reformarse.
Y mientras eso ocurre, la ciudadanía comienza a perder la fe en las instituciones. Porque si el gobierno no puede garantizar un sistema de transporte seguro, ¿qué puede garantizar?
Lo ocurrido no es solo una nota roja. Es un reflejo de una crisis estructural. Una que involucra a las autoridades, al sistema político, a las redes de intereses que impiden avanzar.
No se trata solo de abrir la puerta a Uber, ni de demonizar a los taxistas. Se trata de repensar el modelo completo: quién lo controla, a quién beneficia, por qué sigue vigente.
El debate ya no puede seguir evadiéndose. Porque cuando el Estado no regula, no corrige y no escucha, lo que queda es la violencia.
Desde aquí, nuestro más sincero respeto a la vida perdida en este hecho lamentable. Su historia debe mover a la reflexión y no quedar como una estadística más. Ojalá su muerte no sea en vano y despierte la discusión que tantos han evitado por comodidad o por cálculo político.